martes, 15 de diciembre de 2009

FOTOGRAFÍA

DIANE ARBUS


De todas las escenas impactantes que Jonathan Demme filmó para El Silencio de los Corderos, una de las más difíciles de olvidar es aquella en la que el asesino baila desnudo y se esconde la colita con los muslos. Algo parecido ocurre con El Resplandor, la película de Kubrick, y la inquietante aparición de dos gemelas idénticas al final del pasillo. ¿Qué tienen en común estas dos imágenes, más allá de formar parte de la cultura popular? Que las dos están inspiradas en fotografías de Diane Arbus.



Hay muchas maneras de presentar a Diane Arbus. Una es, como ya ha quedado demostrado, hablar de la tremenda influencia que ejerció en el cine. Otra, contar que la gente se volvía loca por ir a ver su exposición de 1972 en el MoMA, la primera de un fotógrafo en solitario que convocó, ojo al dato, a más de doscientas cincuenta mil personas. Según dejó escrito Susan Sontag, Diane Arbus fue quien dio la puntilla definitiva al buen rollo americano con sus fotos de frikis y de gente deforme. Una muchachita modosa, chiquitina, de piernas bonitas y ojos como platos, que se suicidó antes de cumplir 50 años. Y a cuyo entierro en Nueva York acudió, después de haber atravesado el mundo desde París sólo para eso, el mismísimo Richard Avedon.
Para mí, Diane Arbus juega en la misma liga que Caravaggio o Modigliani: es uno de esos personajes de la historia del Arte de los que te leerías una biografía sin cuadros. Cuanto más la conoces, más te preguntas si no será cierto ese tópico cursi según el cual la vida de un artista atormentado es más fascinante que su propia obra. (Oh, Dios, espero que esto no lo lea ningún profesor).

Os cuento: los padres de Diane estaban tan podridos que la chiquilla ni se enteró de que el mundo había entrado en barrena cuando la crisis del 29. Mientras otros fotógrafos como Dorothea Lange o Walker Evans retrataban la miseria de las uvas de la ira, ella era una cría que se aburría en su piso de catorce habitaciones de Central Park. Así seguiría hasta que cumplió catorce años, cuando se enamoró de un tipo infinitamente más pobre que ella y juró que se casaría con él. Diane se pasó cuatro años dando la lata, pero se salió con la suya. Allan Arbus (el apellido es suyo, ella lo tomó al casarse) era tan rarito como ella, y los dos hicieron una pareja perfecta de fotógrafos de moda. Mientras las modelos posaban, ellos cuchicheaban y soltaban risitas cómplices. Y todo el mundo hablaba de lo tímidos y monos que eran.

La parte más jugosa de la historia, sin embargo, no llega hasta los años sesenta. En esta época la vida de Diane pega un vuelco y pasa de ser un modoso cuento de hadas a convertirse en un siniestro descenso a las cloacas de terciopelo que salen en Cowboy de medianoche. Separada de su marido, Diane comienza a hacer fotos por su cuenta. Sus modelos serán los tipos más raros de Nueva York, deformes sacados de un vídeo de Marylin Manson, meretrices, travestis, patriotas o muchachitas blancas que se quedaban embarazadas del negro más chungo del parque. Después de haber crecido en un simulacro de vida con olor a abrigo de visón, Diane buscaba experiencias extremas. Iba por la calle, veía a un enano y le preguntaba si la invitaba a su casa a que le hiciese fotos en el sofá. O se apuntaba a una orgía. O celebraba el cumple de un transexual sin amigos en una mugrienta habitación de hotel donde los yonkis se morían de sobredosis.

La tragedia de Diane es que siempre sospechó que nadie entendería por qué hacía esto. Algunos la acusan de sensacionalista; otros, de haber confundido el concepto “parque de atracciones” con el concepto “miseria ajena”. Por mi parte, creo que la clave está en comprender que ella utilizaba la fotografía como excusa, y no como herramienta para conocer el mundo. Y, consecuentemente, que lo suyo era más parecido a vivir una aventura personal que a dejar una obra de arte para el resto de la humanidad. A partir de aquí, no me digáis que no, dan ganas de replantearse lo de ir a un museo, porque lo divertido de un cuadro no es verlo… sino pintarlo.

Rfa.

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