jueves, 7 de mayo de 2009

EXPOSICIÓN 2



La Casa Encendida / ARTAUD


"Golosinas envenenadas"



“…me ocurría, por ejemplo, levantarme al despuntar el alba viendo a Antonin Artaud sentado a mi cabecera. No había podido dormir en su casa, me decía, agitado por algún enigma o interrogación que me rogaba (“ordenaba” sería más exacto) que resolviera con él: “¿En qué campo despuntaba él: teatro, dibujo, poesía…?”.

Nada mejor que este recuerdo de André Masson para hacernos una idea de hasta qué punto se vuelve ardua la tarea de clasificar a Antonin Artaud dentro de una actividad: dramaturgo, actor, dibujante, guionista, poeta… La obra de este “suicidado de la sociedad” escapa a todo intento de definición o encierro, porque, todavía hoy, su trabajo parece una bomba de relojería a punto de explotarnos encima. Así nos lo advierte él mismo en una carta dirigida a André Breton en 1947:

“... me di cuenta de que el único lenguaje que podía tener con un público era sacar las bombas de mi bolsillo y arrojárselas a la cara con un gesto de agresión definido.
Y que los golpes son el único lenguaje que me siento capaz de hablar”.

Sin embargo, a pesar del peligro, estos días en Madrid, La Casa Encendida tiene el atrevimiento de retener dentro de unas cuantas paredes, parte de sus dibujos y cuadernos, que nunca antes habían sido expuestos en nuestro país. En todo caso, y aun arriesgándonos a entrar en un campo de minas, merecerá la pena mirar a la cara de cada uno de sus retratos y pasar las páginas de sus cahiers, aunque sin olvidar ni por un momento la amenaza que el propio Artaud nos dedica de antemano: “ay de quien los considerase como obras de arte”.

Lo cierto es que, más que por fines artísticos, Artaud retomó el dibujo y la escritura durante sus últimos años, como terapia aconsejada por el doctor Ferdière, director del hospital psiquiátrico de Rodez, en Francia. Ya desde los cinco años, siendo tan sólo un niño, el dolor se le introdujo dentro del cuerpo para no llegar a abandonarle del todo nunca más. Una terrible meningitis le postrará en cama primero, después llegarán las depresiones y tics nerviosos… Todavía al final de su vida mantenía latente el recuerdo de los dulces con los que le engañaban de pequeño para hacerle tomar medicamentos. Golosinas mezcladas con drogas para calmar sus ataques y sus cóleras, golosinas envenenadas que no le daba ningún extraño a la puerta del colegio, sino su propia madre en casa.

Entre problemas nerviosos y dependencia a las drogas irá transcurriendo la vida de Artaud. Pero no por ello debemos limitarnos a ver su figura como la de un loco, ni sentir lástima por él. A pesar de sus curas de desintoxicación constantes, más o menos una por año, y de sus ataques psicóticos, Artaud nunca paraba quieto. Profundamente activo, fue el mundo del teatro el que mayores posibilidades le brindaba para llevar a cabo la verdadera cura de desintoxicación a la que aspiraba. Aquella mediante la cual sanar al mundo de una época de enfermedad y degeneración.
En ese sentido, Artaud tenía perfectamente claro cuál es el papel del artista: una función de “chivo emisario, cuyo deber consiste en imantar, atraer, hacer caer sobre sus espaldas las cóleras errantes de la época para descargarla de su malestar psicológico”. De manera que el artista es algo así como un imán de ira y dolor que salvaguarda a la humanidad para que ésta pueda soportarse a sí misma. A él, al artista, van dirigidas como un rayo, y con una fuerza irrefrenable, todas nuestras inmundicias. Así, Artaud ofrece su cuerpo para hacer suyas nuestras miserias, para librarnos de lo que nos sobra, parte maldita que se adhirió a su ser y cuyos restos podemos todavía intuir sobre estos papeles heridos que conforman sus cuadernos y dibujos.

Salvaguardar su época, la época que le ha tocado vivir. Pero, como advierte Julia Kristeva, existen momentos en los que salvaguardar no es suficiente. Junto con ella, al ver los dibujos de Artaud, aún hoy nos preguntamos:

“¿El artista podrá, y cómo, hacerse oír por los sujetos que transforman el proceso de la historia?”.

La respuesta para Antonin Artaud estaba en la crueldad. No tiene sentido ver los cuadernos y dibujos que retiene en sus salas esta exposición sin darnos cuenta de que estamos en realidad ante la última posibilidad que tuvo Artaud de llevar a cabo su Teatro de la Crueldad. Un teatro de signos y no de palabras, de gestos y no de lenguaje, un teatro terrible, peligroso, que haga gritar al espectador, donde todo convencionalismo se rompa en pedazos y cuya base sea esa crueldad, en el sentido más amplio, sin la que vivir tampoco es posible.

Encerrado, de manicomio en manicomio durante nueve años, Artaud ya sólo podía hacernos gritar a través de la escritura y el dibujo. En estos papeles encontramos ahora el peligro, sentimos los gestos y hayamos los signos. ¿Cuchillos, clavos, botones del peyote? Yo creo que todos esos signos no son otra cosa que el regreso obsesivo, una y otra vez, de aquello que terminó finalmente con su vida cuando, el 4 de marzo de 1948, le encontraron muerto, presumiblemente, tras un atracón mortífero de “golosinas envenenadas”.

Locura y genialidad para algunos, magia y conjuración para otros, poco importa. Como decía Robert Musil:

“La gente considerada “normal” tiene todas las enfermedades mentales, a diferencia del “loco”, que solo tiene una”.

Jennifer Calles.

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