La escuela en casa.
La primera tarde fue como la segunda y como la tercera, y como la cuarta y como todas: me esperaba sentada en el borde de la silla, el gesto tímido e introvertido y la mirada indiferente de los adolescentes. El profesor de latín, ese era yo. Contratado por unos padres elitistas, miedosos y excesivamente estrictos. La escuela en casa como medida preventiva. Para crear a un ser modelo necesitaban mantenerlo fuera del cesto de las manzanas podridas, también del de las frescas y relucientes, pero algunos no tienen la capacidad de distinguir estas últimas de las primeras.
También la primera tarde, la segunda, así como la tercera y todas las demás encontré los libros de latín que había propuesto para mis clases cuidadosamente ordenados encima de la mesa de estudio; junto a ellos el diccionario, nuevo, reluciente –en mi vida me he encontrado con pocos diccionarios nuevos de latín- y lápices, bolígrafos y gomas de borrar ordenados por tamaños. Era escrupulosa y pulcra mi alumna, una perfeccionista.
Las clases trascurrían sin mayores incidentes: declinaciones, conjugaciones, traducciones sencillas y preguntas absurdas que yo intentaba resolver sin perder el buen humor. El latín le interesaba lo justo, era otra de las imposiciones de sus padres. Ella obedecía. ¿Latín?, pues latín, ¿francés? Pues francés, si hubiera sido ruso o arte etrusco, ella se habría sentado allí con el profesor correspondiente al que habría tratado con la misma corrección que me trataba a mí.
Me parecía una persona fría. Sus padres me gustaban poco, pero se deshacían en cumplidos y sonrisas cada vez que me veían, gente de esa que se prodiga en alabanzas cada vez que se topa con un ser al que considera de condición inferior, falsos pero intachables. Ella era distinta, distante, seria. Nunca me pregunté si sería infeliz, lo tenía todo. Poco a poco fui acostumbrándome a ella, a que su indiferencia o su timidez –yo quería interpretarla así- no le permitiera mirarme a los ojos cuando expresaba alguna duda, a que evitara el contacto con mi cuerpo aunque pasásemos horas enteras sentados el uno junto al otro; a sentirme fuera de su órbita pese a la cantidad de horas que le dedicábamos a las clases.
Porque sí, o para probarme como profesor, por realizar un experimento sociológico –por entonces me encantaba observar las reacciones de la gente a distintos comportamientos míos y descubrir patrones en esas reacciones-, me propuse sacarla del letargo aquel en el que parecía vivir; me propuse, hacer, durante al menos una clase, que le brillaran los ojos, conseguir que me mirara a la cara y que sus ojos y aquella boquita de niña mimada, me pidieran más, saber más. Enseñarle el placer de conocer.
Durante una semana, busqué, leí, adapté, fotocopié, mezclé, dibujé, pinté, corté, pegué. Al lunes siguiente, a la hora acostumbrada, estaba listo para empezar a dar las que yo juzgaba que iban a ser las clases más bonitas de mi vida. Al llegar estaba todo en su lugar, libros, diccionario, cuadernos, bolígrafos…, ella. Sin decir nada, lo aparté todo cuidadosamente y coloqué sobre la mesa un proyecto antiguo: una mitología a base de pinturas, dibujos y collages que había empezado al fragor de los primeros meses de la carrera y que había abandonado hacía mucho tiempo por diversos motivos. Para cada ilustración había preparado un relato; para cada personaje, una voz; para cada acontecimiento una mueca. Había preparado una sesión de cuentos, un teatro.
Mi primer proyecto duró una semana, a la siguiente me lancé con la historia de Roma, me sentía Dios. Lo había conseguido, o casi, le brillaban los ojos cuando me veía aparecer, sonreía al observarme meter las manos en el maletín esperando ver salir de allí la magia de los cuentos, pero todavía no me pedía más, no con palabras. La última semana, la de antes de las vacaciones de verano, me atreví con los elegiacos latinos, con los poemas más enfurecidos, con los más picantes, con los más dulces. La entristecieron, pero no supe por qué. El último viernes, el día antes de las vacaciones de verano, era el día, el día en que tenía que pedir más o quedarse sin nada. Yo estaba nervioso y contento y expectante, positivamente intrigado, sonriente. Crucé toda la casa a la carrera, deseando entrar en aquella habitación de niña, llamé a la puerta como siempre y entré. Me esperaba allí, los libros de latín cuidadosamente ordenados encima de la mesa de estudio, junto a ellos el diccionario, los bolis, las gomas de borrar y los lápices recién afilados ordenados por tamaños. Ella me esperaba con el gesto tímido e introvertido de los adolescentes, las manos en el regazo y los ojos agradecidos, fijos en mí, desnuda al borde de la cama.
Beatriz Talaván Paniagua.
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